domingo, 22 de julio de 2012

LA POESÍA: ¿PROFESIÓN U OFICIO?


El poeta es un ser marginal, o, para que se entienda mejor, está al margen, en la frontera. Desde la Grecia clásica se le expulsó de la Res-pública. Su oficio no está sancionado por el sistema, por eso nunca vemos en los anuncios y clasificados de los periódicos: Se necesita poeta. La empresa x requiere los servicios de un poeta. Al contrario, muchas veces los poetas deben pagar para publicar su trabajo y en los últimos tiempos de la globalización, en un descaro posmoderno inusitado, hemos visto cómo hasta se le cobra para leer. Por esa razón, y en cualquier caso, el poeta es un disidente.

Por supuesto, hay muchos versificadores que piensan que la poesía es una actividad que da prestigio y nivel de vida (aparte están las señoras y señores que ya tienen buen nivel de vida y escriben versos para ocupar su tiempo libre). Son los eternos concursantes en los certámenes de poesía, los activistas de asociaciones, editoriales, ministerios y grupos de poder que les pueden prestar “apoyo institucional” como una plataforma hacia la celebridad, la publicación, los premios y las gratificaciones editoriales. Allí, en esas agrupaciones, generan sus grupitos de amigos con el abrazo cómplice, la palmadita oportuna o el guiño sagrado para negociar puestos en juntas directivas, jurados, academias, y traficar influencias hacia el próximo premio o evento internacional, e inclusive gestionar alguna casilla en una papeleta electoral. Me apresuro a señalar que, desgraciadamente, y dadas las condiciones ya mencionadas, muchos poetas deben acudir a los certámenes como única posibilidad de publicación y de autofinanciar su trabajo. Pero, para desgracia doble de ellos, muchos de esos premios ya han sido negociados por aquellos versificadores.

Claro, el poeta es un ciudadano común y corriente. Esto es lo otro que se le escapa a mucha gente. El poeta no es un iluminado ni un maldito, nos es un ser especial solamente por el hecho de escribir poesía. Sería especial, en todo caso, por su humanidad intrínseca, es decir, por su honestidad, su insobornable entereza intelectual, su ternura, su valor, su generosidad, su solidaridad, su amistad y compañerismo, y, obviamente, por su misma poesía; valores y actitudes reñidas con la actual era de mercado donde todo se vende y se intercambia como simple mercancía. Por ello el ciudadano / poeta tiene los mismos deberes y derechos que otro ciudadano, digamos el carpintero, el carnicero, el aviador o la maestra. La diferencia esencial es en cuanto a su ocupación, a su oficio. Debe poseer la plena conciencia de que su trabajo no se vende ni se intercambia, y que para sobrevivir debe tener otra ocupación que le proporcione un salario digno, a no ser que tenga la posibilidad de un mecenas o la autoprotección económica, como nuestro gran Max Jiménez.

Ernesto Sábato dice (la cita no es exacta, pero la idea sí), refiriéndose al escritor en general, que su deber es escribir, para ello no importa que deba trabajar como obrero, como empleado de un banco o asaltar el mismo banco, pero, a toda costa, debe escribir, y escribir bien. Lo que importa es que el poeta, consciente de su labor, debe saber que la misma tiene un valor en sí misma más allá del valor de cambio y del valor de uso. Porque la poesía no es un coto privado, es una instancia, un ámbito de la vida, un espacio para compartir. He ahí su trascendencia: se escribe porque no hay otro camino más que decir y compartir con los otros mi rabia, mi odio, mi amor, mi locura. Y he ahí también su diferencia: ser poeta no es una profesión que se escoja, es una vocación que se trae, es una necesidad ontológica. Por eso en ninguna facultad del mundo ni en ningún taller literario se pueden “hacer” o graduar poetas.

La poesía es una necesidad en doble vía: el poeta necesita decir, pero también comunicar, de allí su compromiso con la palabra, porque la gente necesita de la poesía; sin poesía no se puede vivir. Igual que un arquitecto y un ingeniero, quienes deben poner todo su conocimiento y talento al servicio de la obra para que ésta sea sólida y no colapse al primer sismo, pero a su vez sea cómoda, iluminada, fresca, habitable; el poeta tiene el compromiso de entregar un producto riguroso y estéticamente bien elaborado. Ese “producto”, como lo señaló Ezra Pound, es un “complejo intelectual y emotivo en un instante temporal”. La presentación, o representación si se quiere, de ese complejo conlleva un arduo trabajo con el instrumento de expresión, con el lenguaje. La responsabilidad del poeta consiste en dominar a la perfección ese instrumento, como cualquier artesano u obrero calificado. Del dominio de ese instrumento dependerá esa sensación de súbita liberación, ese golpe ideológico/emocional, esa condición de repentino crecimiento que experimentamos frente a una verdadera obra de arte. Por supuesto, detrás del manejo de ese instrumento deben estar la intuición y la lucidez que conforman lo que denominamos talento. Pero bien sabemos, citando de nuevo al maestro Pound, que “la maestría en cualquier arte es obra de toda una vida”.

Regresemos al principio: el poeta está al margen, en la frontera, mejor dicho, el poeta es un ser marginal, disidente. Esta definición precisa de una aclaración necesaria: ser marginal, o estar al margen, no significa necesariamente estar en precario, o en la extrema pobreza, como podría pensarse, aunque muchos grandes poetas lo estuvieron y lo siguen estando. El significado que tiene dentro de esta concepción es que el poeta no está en el meollo del asunto. El meollo del asunto, ya lo apuntamos, son las grandes editoriales, los premios y reconocimientos, las portadas de revistas y periódicos, las cátedras universitarias, las asesorías de prensa, las becas internacionales, los cargos diplomáticos, los reacomodos en juntas directivas y en instituciones gubernamentales, etc. Y cuando le otorgan un premio, si es que se lo otorgan, o lo becan con un puesto diplomático, o con un espacio académico, sabe perfectamente que lo hacen para controlarlo más de cerca, o para cooptarlo, y seguramente utilizará esos recursos para conocer mejor las entrañas del monstruo y, por supuesto, para mayor tranquilidad de su obra. El poeta sabe, aunque a veces intuitivamente, que el sistema, sin quererlo, crea cuervos.

En fin, el poeta no está en el centro de la pantalla ni en el clic de la fotografía. Pero no estar en el centro le permite una visión periférica que le abre el panorama ampliamente. Estar al margen le permite deambular por los círculos del poder sin comprometerse con los príncipes, ni recoger migajas del pastel; le permite entrar y salir a las agrupaciones, academias, empresas e instituciones, diciendo lo que debe decir con la frente en alto porque no vende ni compra nada, es decir, no le debe nada a nadie, a no ser a su propia conciencia. Estar en la frontera es el privilegio de tomarle el pulso al trasiego de su gente, al tráfico de imágenes y conflictos inéditos, al tráfago de los sueños y esperanzas de los excluidos, hasta ahora, como él. Pero igual le permite reconocerse en los demás, en quienes también, desde la periferia, buscan un sitio más digno y humano dentro del sistema, en quienes impugnan la servidumbre y el aparato de “vigilar y castigar”. Y con ellos se solidariza y aprende que la poesía es vida haciéndose historia. Y por eso asume con luz propia la voz ajena y la hace suya, es decir, del otro, de los otros. Y si es necesario levanta barricadas para defender esa voz colectiva. Y dispara palabras como el camarada máuser. Así el poeta, desde la periferia, también es un franco-tirador.

Adriano Corrales Arias
Publicado en el blog revistaislanegra.fullblog.com.ar

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